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Un Encuentro Casi Casual

Mis historias en primera persona

Era un domingo por la tarde, con un clima templado que invitaba a cubrirse con un saquito ligero sobre la remera. Había alquilado un departamento frente al imponente Edificio Libertad, en el vibrante bajo porteño. Desde mi ventana, me deleitaba con la vista de la extensa plaza, los vehículos que serpenteaban entre las calles y los majestuosos edificios de Puerto Madero, que se alzaban como centinelas modernos. Mis ojos se perdían en el vaivén de los coches y colectivos, un espectáculo urbano que nunca me cansaba de contemplar.

El sonido de mi teléfono irrumpió en mis pensamientos. Lo atendí con premura, esperando la llamada de un excompañero de trabajo que había prometido contactarme. Su tono de voz, cargado de insinuaciones, y las palabras que elegía con cuidado no dejaban lugar a dudas: quería acostarse conmigo. No me sorprendía; después de tanto tiempo sin vernos, sus súbitas muestras de afecto no eran más que un preludio evidente. Siempre había sentido sus ojos clavados en mis pechos, y esa certeza me encendía una chispa de anticipación.

Le pedí a mi camarógrafo que ese domingo se dedicara exclusivamente a mí. A la hora acordada, estaba en el departamento, listo para capturar cada instante. Cuando el teléfono volvió a sonar, era él, anunciando que ya estaba en camino. “Nos encontramos abajo”, le dije con una mezcla de practicidad y deseo, y salí a su encuentro, no por ansias de verlo, sino para guiarlo sin demora a mi refugio íntimo. Desde la distancia, mi camarógrafo grabó nuestro reencuentro y la caminata de unas tres cuadras hasta el departamento. Mientras avanzábamos, le confesé con una sonrisa pícara que conocía sus intenciones, pero lejos de molestarme, estaba dispuesta a disfrutar del juego. Él, sin inmutarse por la presencia de mi compañero, aceptó el trato con una risa cómplice. Caminamos, a veces tomados de la mano, otras riendo bajo la recova del Bajo. Aunque en un momento se atrevió a rozarme el trasero, el trayecto fue sorprendentemente tranquilo.

Al llegar a la puerta del edificio, charlamos brevemente. Quería saber qué le esperaba dentro. Le prometí un café, aunque primero debía lavar las tazas, usadas en un encuentro anterior. Con un guiño, añadí que, a pesar de un leve dolor de cabeza, estaba lista para complacerlo con lo que más me gustaba. “¿Y qué es lo que más te gusta?”, preguntó, curioso. Mi respuesta lo tomó por sorpresa: “Darte una sesión de sexo oral inolvidable, lamerte la cabeza de la verga con dedicación, recorrer tu tronco hasta los huevos con mi lengua, darle besos suaves y húmedos a la punta y recibir tu semen en mi cara o en la boca”. Su risa nerviosa y la chispa en sus ojos me confirmaron que no esperaba tanta franqueza. “Vamos por ese café”, dijo, siguiéndome el juego.

En el ascensor, la tensión se desató. Sus labios buscaron los míos en un beso profundo, de lenguas entrelazadas, mientras sus manos exploraban entre mis piernas y acariciaban mis pechos. Le devolví los besos con igual fervor, dejándome llevar por sus caricias. Sentía su excitación creciendo, y eso me encendía aún más. Entramos al departamento en medio de un frenesí de roces y besos, con mi camarógrafo siguiéndonos discretamente, capturando los momentos que valían la pena. Me dirigí a la cocina, dispuesta a cumplir mi promesa de preparar el café, pero no llegué a tocar las tazas. Él se acercó por detrás, sus manos deslizándose por mi trasero, despojándome del saquito y la remera hasta dejar mis pechos al descubierto. Los chupó con avidez, y su erección, evidente bajo el pantalón, me hizo sonreír.

Me arrodillé mientras él se desabrochaba, liberando su verga. La observé con deseo, la acaricié y, satisfecha con lo que veía, comencé con lengüetazos suaves sobre la cabeza, tal como le había prometido. Recorrí su tronco y sus testículos con mi lengua, alternando besos húmedos y succiones lentas. Lo masturbé y lo chupé con dedicación, mientras mi camarógrafo, testigo silencioso, registraba mi rutina, una que él ya conocía de sobra. Tomándolo de la verga, lo guié hasta el dormitorio. Me quité la ropa interior, y él se dedicó a explorar mi cuerpo, abriendo mi concha y mi culo con sus dedos, deteniéndose a observar cada detalle con una mezcla de curiosidad y deseo. Rozó mi trasero con su erección, pero lo detuve. “No quiero que me cojas ahora”, le dije con firmeza. “Primero quiero que acabes en mi cara”. Él asintió, complaciente.

Me tendí boca abajo al borde de la cama, con mi cabeza colgando ligeramente, y le pedí que se parara detrás de mí y se masturbara hasta eyacular en mi rostro. Obediente, se colocó en posición, y mientras yo me tocaba, observaba desde abajo cómo se acariciaba con frenesí. No pasaron más de dos minutos antes de que un chorro caliente impactara en mi cara, directo en mi ojo izquierdo, a pesar de mis anteojos. Reí, mientras más gotas caían, algunas en mi boca, otras deslizándose por mi piel. El incidente con el ojo cortó un poco la intensidad del momento, pero no me detuve. Me enderecé, me limpié el rostro y, relamiéndome los labios, saboreé su semen. Siempre me ha gustado analizar su sabor; tengo el don de adivinar cuántos días han pasado desde la última vez que eyacularon, y este, calculé, llevaba al menos tres días.

Llamé a mi camarógrafo para que diera por terminada la escena. Me dirigí al baño, me lavé la cara y, con una sonrisa, saboreé las últimas gotas que aún quedaban en mis labios. Luego, más tranquilos y con un café de por medio, charlamos sobre nuestras vidas. Pero el tema del sexo no tardó en resurgir, avivando nuevamente la chispa. Mi cuerpo, aún húmedo por la excitación y el sabor de su semen, pedía más. Quería una buena penetración, y estaba lista para un segundo round. Pero esa, queridos, es otra historia que contaré en otra ocasión.

Besos ardientes para todos.

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